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Hace pocos días, el cuaderno Mais! publicó, entre las “Cartas a las Futuras Generaciones” que la Unesco encomendó a personalidades mundiales, un texto de Nadine Gordimer titulado “El rostro humano de la globalización”. En él, la cuestión del consumo se encuentra en el cierne de las preocupaciones de la escritora sudafricana y de su argumentación. Es que, a su entender, la globalización sólo sería efectivamente global si el desequilibrio del consumo fuera corregido, favoreciendo el desarrollo sustentable para todos los habitantes del planeta. Escribe Gordimer:

“El consumo descontrolado en el mundo desarrollado erosionó los recursos renovables, a ejemplo de los combustibles fósiles, bosques y áreas de pesca, contaminó el ambiente local y global y se doblegó a la promoción de la necesidad de exhibir conspicuamente lo que se tiene, en lugar de atender a las necesidades legítimas de la vida. Mientras que aquellos de nosotros que formaron parte de esas inmensas generaciones de consumidores precisan consumir menos, para más de mil millones de personas consumir más es una cuestión de vida o muerte y un derecho básico – el derecho de liberarse de la carencia”.

Las migajas

Así expresa la escritora el desequilibrio básico que casi nadie más desconoce: el hecho de que 20% de la población mundial consuma 80% de los recursos producidos en el planeta, mientras que el resto, compuesto por aquellos que el subcomandante Marcos califica de “descartables”, sobrevive con las migajas. El interés de su argumento, sin embargo, consiste en vincular el consumo descontrolado a la carencia, uniendo el destino de ricos y pobres en torno al exceso y a la falta. Su “démarche” me recordó el itinerario ejemplar del militante socioambientalista Alan Durning, que comenzó estudiando las razones que impelen a los pobres del Tercer Mundo a destruir el ambiente y después, remontando las conexiones, acabó descubriendo que el problema del agotamiento de los recursos del planeta se encontraba en el desperdicio de las capas privilegiadas de los países del Norte. En un libro que interroga las razones y los límites de la insaciabilidad consumista de los desarrollados, Durning escribe:

“A comienzos de los años 90, los americanos medios consumían, directa o indirectamente, 52 kilos de materiales básicos por día: 18 kilos de petróleo y carbón, 13 de otros minerales, 12 de productos agrícolas y 9 de productos forestales. El consumo diario en esos niveles se traduce en impactos globales que se equiparan a las fuerzas de la naturaleza. En 1990, las minas que exploran la corteza terrestre para suplir a la clase consumista movieron más tierra y roca que todos los ríos del mundo juntos. La industria química produjo millones de toneladas de sustancias sintéticas, más de 70 mil variedades, muchas de las cuales se mostraron imposibles de ser aisladas del ambiente natural. Los científicos que estudian la nieve de la Antártida, los peces de mares profundos y las aguas subterráneas encuentran residuos químicos hechos por el hombre.”

Los especialistas saben que no se puede resolver la cuestión en la punta de la carencia sin tocar en la del exceso, porque ya está demostrado que el “american way of life” no puede universalizarse, por la simple razón de que no hay recursos renovables tanto y ni siquiera el planeta aguanta. Hasta en el Banco Mundial ya se discutió que el modelo es insustentable, y sin embargo su dinámica prosigue más actuante que nunca. Nadine Gordimer lanza un llamamiento a las futuras generaciones para que enfrenten el crónico problema del desequilibrio de la distribución; sin embargo, queda la pregunta: ¿será que tiene sentido creer en esa posibilidad y apostar a una globalización “con rostro humano”?

Material y libidinal

La globalización parece ser la consagración máxima del capitalismo, su expansión tanto en el plano macro cuanto en el micro a niveles hasta entonces inimaginables. Ahora, desde comienzos de la década de 1970, Deleuze y Guattari ya advertían que el capitalismo vive de la carencia, que la falta es constitutiva de su sistema de producción y consumo. Pero ellos no estaban refiriéndose a la carencia por necesidad, que esclaviza a los pobres, y sí a la carencia en el ámbito del deseo, que mueve el impulso del consumidor occidental. Como si a la miseria material de los pobres le correspondiera la miseria libidinal de los ricos, hábilmente manipulada por las fuerzas del mercado. Si eso es verdad, dada la penetración al mismo tiempo global y molecular del capitalismo contemporáneo, tiene sentido entonces pensar que la carencia alcanza ahora una dimensión gigantesca – agujero tanto mayor en la medida en que la crisis ambiental de los años 80 explicitó para las consciencias los límites de la exploración de la naturaleza y, con ellos, la insustentabilidad del crecimiento económico. Se instauró, así, como que una especie de situación exasperante: pues en el mismo momento en que las fuerzas del capitalismo penetraban en todas partes, suscitando nuevas demandas, abriendo y profundizando carencias reales e imaginarias, se hacía evidente que el sistema había pasado a ser excluyente por no poder incorporar a todos en el universo de los consumidores. Lo que evidentemente tuvo gran efecto tanto en los que quedaban fuera como en los de dentro. Las promesas de que el desarrollo tecnocientífico iría a permitir la inclusión progresiva de todos en una sociedad moderna se esfumaron y sólo se mantienen en el aire gracias al asedio permanente que los medios y la publicidad hacen a la mente de los espectadores. Al fin de la utopía socialista le correspondió el fin de la tríada libertad-igualdad-fraternidad, en que se basaba política e ideológicamente la sociedad capitalista, tornando la integración en la vida económica y el ascenso social cada vez más problemáticos. El progreso tecnocientífico, que al entender de Buckminster-Fuller permitiría la definitiva superación del “o yo o vos” por el “yo y vos”, se amplió – en vez de disminuir – las distancias entre las clases y entre los países. La lógica de la sobrevivencia se agudizó más que nunca con el acerramiento de la competencia por los recursos, por el desarrollo tecnológico, por los puestos de trabajo que la reestructuración productiva fue tornando cada vez más escasos. El darwinismo social legitimó y naturalizó el “yo o vos”, intensificando la lucha por la sobrevivencia, ahora más perversa aún con la introducción de la cuestión de la competencia tecnológica. En efecto, a la “clase mundial” y a la “clase virtual” se le pasó a atribuir una superioridad incontestable que les confiere aires de otra humanidad –lo que, por cierto, prepara el terreno para el mejoramiento genético de las élites, que inauguraría una segunda línea de evolución de la especie humana, tal como es preconizado por los entusiastas de la biotecnología e incluso por genetistas respetables. Pero dejemos de lado a los excluídos, pues, aunque inmersos en la carencia creada por el capitalismo, no participan en el universo del consumo –lo que, en el Brasil, siempre es bueno recordar, significa más o menos un 70 % de la población. Quedémonos sólo con la sociedad de los incluidos. ¿Qué pasa con ellos? Antes que nada, cabe resaltar que, con la consagración de la alianza entre la tecnociencia y la economía, y con el fin de la política que de ella resulta, los incluidos vieron cada vez más su condición de ciudadanos ser reducida a la de consumidores. La erosión de los derechos y del Derecho corroe sus prerrogativas al punto de alcanzar incluso el sacrosanto derecho ligado al consumo, pues, como observó cierta vez Walnice Nogueira Galvão, lo que sobró fue el derecho de consumir, no el derecho del consumidor. Subordinada a los dictámenes del mercado, la ciudadanía sólo le es concedida y reconocida a aquellos que se encuentran insertos en los circuitos de producción y consumo; los otros pasan a ser exiliados en el “no man’s land”, ensanchando la categoría de los sin: sin-tierra, sin-techo, no-personas sociales, sujetos monetarios sin dinero, para usar la expresión de Robert Kurz. Socialmente, por tanto, el derecho de existir pasa a coincidir con el derecho de consumir.

The Crossing

Corrida por la sobrevivencia

Consumir no más por necesidad, sino por ansiedad. En efecto, si la identidad social de cada uno se afirma en la esfera del consumo y planea en el aire la incertidumbre en cuanto al futuro y la amenaza de exclusión, ¿cómo no vincular la estrategia del consumo a la estrategia de la sobrevivencia? Consumir y sobrevivir se refuerzan mutuamente. Pues tanto el consumo como la sobrevivencia dependen del grado de inserción del sujeto en la dinámica acelerada impuesta por la unión de la tecnociencia y del capital global. Para sobrevivir, bien como para consumir, es preciso correr contra la cresciente obsolescencia programada que las olas tecnológicas y la altísima rotatividad del capital reservan para personas, procesos y productos. Para sobrevivir, bien como para consumir, es preciso anticiparse.

Y aquí se encuentra una cuestión que tal vez valga la pena considerar. La modernidad instauró, como principio supremo, la ruptura con los valores del pasado y la consagración de lo nuevo y de lo inédito. En ese sentido, el mundo moderno significó la desvalorización de los otros tiempos, sacrificando la historia en beneficio del presente.

El interés por lo nuevo, por la novedad, por el aquí y ahora, y el descarte de lo “viejo”, de lo tradicional, se manifiestan en todos lados y siquiera precisan ser subrayados. Pero la aceleración tecnológica e económica es tal que incluso lo actual acaba siendo superado: todo lo que es… ya era. En esas condiciones, ¿cómo saciar el deseo de consumo, cómo colmar la falta, si lo que falta se sustrae a nuestra satisfacción, calificándose y descalificándose en una velocidad sobrehumana?

La aceleración tecnológica y económica desplaza el interés por lo actual y por lo presento, decretando, con tal desplazamiento, el fin de la modernidad. La atención no se concentra en lo que es, sino en el venir-a-ser. La mirada se vuelve hacia el futuro; mejor: hacia la anticipación del futuro. Cuando en la década de 1980 la crisis ambiental tornó patente la acelerada extinción de las especies vegetales y animales en el Tercer Mundo, los países ricos, temiendo la desaparición de los recursos genéticos tan preciosos para el desarrollo de su naciente industria biotecnológica, se apresuraron a constituir bancos genéticos “ex situ” que pudiesen asegurarles acceso a la biodiversidad del planeta. Cuando las posibilidades de terapia génica comenzaron a despuntar, el proyecto de descodificación del genoma humano se desdobló en el proyecto Diversidad del Genoma Humano, que ambicionaba recolectar fragmentos del patrimonio genético de todos los pueblos indígenas y tradicionales del mundo en vías de desaparición para futuras aplicaciones farmacéuticas. Aún no se sabía y muchas veces aún no se sabe qué hacer con tales recursos genéticos. Lo que importaba e importa es su apropiación anticipada. La lógica de tales operaciones es la siguiente: los seres biológicos ­–vegetales, animales y humanos­­– no tienen valor en sí, como existentes; lo que cuenta es su potencial.

La lógica que preside la conducta de la tecnociencia y del capital con relación a los seres vivos, ahora transformados en recursos genéticos, es la misma que se explicita en todas partes. Se trata de privilegiar lo virtual, de hacer llegar el futuro en condiciones que permitan su apropiación, se trata de un saqueo en el futuro y del futuro, como bien muestran esas nuevas operaciones con derivativos, productos financieros vendidos en los mercados futuros por bancos, fondos y correctoras que especulan con monedas, bonos y acciones.

“No hay mercado real”, explica John Plender, en el Financial Times, con respecto de las transacciones de derivativos. “Hay en su lugar complejas valoraciones hechas por computador, basadas en conjeturas sobre probablidad, volatilidad y costos futuros.”

El desplazamiento de lo actual a lo virtual es fruto de la extensa tecnologización de la sociedad y de la intensa digitalización de todos los sectores y ramos de actividad. La “nueva economía”, economía del universo de la información, parece considerar todo lo que existe en la naturaleza y en la cultura –inclusive en la cultura moderna– como materia prima sin valor intrínseco, pasible de valorización apenas a través de la reprogramación y de la recombinación. Es com si la evolución natural hubiese llegado a su estado terminal y la historia hubiese sido “cerada” – y se tratase, ahora, de reconstruir el mundo a través de la capitalización de lo virtual.

Frederic Jameson ya había observado, en “Post Modernism or The Cultural Logic of Late Capitalism”, que el capitalismo estaba penetrando en el inconsciente y en la naturaleza y colonizándolos; pero ahora parece investir sobre toda creación, inclusive la creación de la vida; así, la nueva economía buscaría enseñorearse no sólo de la dimensión de la realidad virtual, del ciberespacio, como ha sido observado, sino también y principalmente de la dimensión virtual de la realidad.

En vez del consumidor soberano moderno, sujeto de una acción consciente, encontramos al consumidor mismo transformado en mercadería virtual

¿Qué papel tiene el consumidor en el proceso de capitalización de lo virtual? En vez del consumidor soberano moderno, sujeto de una acción consciente que consuma la realización de la mercadería a través de la compra, encontramos al consumidor mismo transformado en mercadería virtual. Justamente: el sujeto se tornó objeto; pero, como fue dicho antes, no un objeto presente, actual, y sí un objeto potencial, cuya reacción futura a los estímulos de la red agrega valor. ¿Cómo se da esa fantástica operación? Bernard Spitz explica en Le Monde lo que pasa:

“En el pasado los programas más generales, como las películas de gran público y los principales acontecimientos deportivos, permitían que los canales de TV atrajeran a la audiencia y por tanto vendieran más caro sus espacios publicitarios –y, enseguida, en un segundo momento, exploraran la notoriedad de esos programas vendiendo productos derivados–. Ahora, en la economía de la Net, la cuestión que se plantea para ellos es captar el mayor número de consumidores a través de la televisión o de su portal y ofrecer una vasta gama de servicios asociados y de productos sobre los cuales podrán embolsar comisiones. Así, el campeón de fútbol o el protagonista de sitcom no sirven más sólo para vender audiencia, sino para ser el factor de diferenciación que va a atraer al cliente a otras formas de consumo. (…) Toda la cuestión de la estrategia consiste en apostar a la valorización del abonado; administrando su consumo, se aprende a controlar los cambios de la demanda. ¿Qué es un abonado sino un cliente que se tornó fiel a una marca?”.

 

«Dot-com»

Apostar a la valorización del suscriptor-consumidor y, administrando su consumo, controlar los cambios de la demanda –es exactamente eso lo que están haciendo las “dot-com”, las empresas de Internet que están colonizando el ciberespacio y capitalizando lo virtual a través del concepto de marca. En 1999, la “dot-com manía” se apoderó de Wall Street y la valorización de las acciones de las empresas que venden consumidores cautivos fue más que espectacular. Candice Carpenter, presidente de la dot-com iVillage, se hizo multimillonaria en el día que su empresa tuvo sus papeles lanzados en la Bolsa. La estratega de marketing vende mujeres consumidoras de 25 a 54 años en su site en la red. Sylvie Kauffmann, periodista de “Le Monde”, cuenta su saga en una serie de artículos que escribió sobre “la nueva economía americana”. Carpenter trabajaba en la American Online en los comienzos de la Internet comercial, en 1994. En esa época descubrió las comunidades minoritarias que se comunicaban a través de la red; pero descubrió también que sólo 8% de los cibernautas eran mujeres. Convencida de que la participación femenina iría a aumentar, decidió crear un ambiente de marcas dirigido a los sectores que más importan a las mujeres: la familia, el trabajo y la salud. El iVillage fue creado en 1995; desde entonces, el site fue construyendo sociedades estratégicas, incorporando comercio electrónico, servicios financieros, de viaje, de belleza, de maternidad, de gestión profesional, de salud. En setiembre de 1999, el iVillage es líder en su categoría, con 2,7 millones de miembros, 6 millones de visitantes y un crecimiento de tráfico de 14%.

La noticia más aterradora

En la nueva economía el futuro consumidor es una mercadería virtual. Pero una mercadería especial: no más mercadería que produce mercaderías, como en los tiempos del viejo Marx, pero sí mercadería que consume mercaderías materiales e inmateriales, tanto actuales como virtuales. Administrar el consumidor cautivo, controlar los cambios de la demanda es, por tanto, la quintaesencia de la estrategia de marketing y la ambición máxima de quien desea direccionar el futuro, anticipando su realización. No fue en vano que Gilles Deleuze escribiera, en su profético texto “Posdata sobre las sociedades de control”:

“El servicio de venta se ha convertido en el centro o el ‘alma’ de la empresa. Se nos enseña que las empresas tienen un alma, lo cual es sin duda la noticia más terrorífica del mundo. El marketing es ahora el instrumento de control social, y forma la raza impúdica de nuestros amos”. NT

¿Estaríamos condenados a la condición de consumidores cautivos? Si no, ¿a qué correspondería, en el campo de los incluidos, el derecho de liberarse de la carencia de la que habla Gordimer, respecto de los desposeídos? Me parece que tanto en una punta como en la otra ya no se trata más de esperar por el reconocimiento y la efectivación de derechos, visto que la propia evolución del capitalismo contemporáneo está encargándose de destituir a la ciudadanía en todos los frentes. En el campo de los incluidos, la liberación de la carencia tal vez no sea una cuestión jurídico-política: no hay cómo volver atrás para restaurar la ciudadanía perdida ni cómo anhelar su construcción, allí donde fue interrumpida. Tanto los incluidos como los descartables se encuentran desnudos ante el futuro. Como vimos, para unos y otros el capitalismo contemporáneo reserva un futuro de carencia, de falta, de ansiedad y de anticipación. Pero, por más intensa que sea su devoración del tiempo, el capitalismo no da cuenta de controlar todo el futuro, de abarcar todos los devenires. El juego no acabó. En el libro “Finite and Infinite Games”, James Carse dice lo siguiente sobre el juego:

“Hay al menos dos tipos de juego. Uno puede ser llamado finito, el otro, infinito. Un juego finito es jugado con el propósito de ganar, pero se juega un juego infinito con el propósito de continuar el juego. (…) Un jugador finito es adiestrado no sólo para anticipar cada posibilidad futura, sino para controlar el futuro, para impedir que éste altere el pasado. El jugador infinito juega esperando ser sorprendido. Si no hay más sorpresa, todo el juego termina. La sorpresa causa el fin del juego finito y, al contrario, es la razón por la cual el juego infinito continúa. Considerando que los jugadores finitos son adiestrados para impedir que el futuro altere el pasado, deben esconder sus lances. Pero, como el jugador infinito está apto para ser sorprendido por el futuro, juega en completa apertura. Apertura, aquí, no significa candor, pero sí vulnerabilidad (fragilidad). No se trata de exponer su identidad inmutable, de exponer el verdadero “self”, pero sí de exponerse a un crecimiento continuo, de exponer el “self” dinámico que aún no es “self”. El jugador infinito no se limita a complacerse con la sorpresa, pero sí espera ser transformado. Estar preparado contra la sorpresa significa ser adiestrado. Estar preparado para la sorpresa significa ser educado. No existen reglas que obliguen a obedecer reglas. Si así fuera, entonces debería existir una regla para esas reglas y así sucesivamente”.

El juego no acabó, no acaba nunca –continúa en otro plano, en otro paradigma, en otro espacio-tiempo. No hay por qué dejarse deprimir con las nuevas reglas de la sociedad de control y de la “nueva economía”; tal vez sea mejor descubrir cómo, en el juego infinito, éstas pueden ser desreguladas.

Publicado in
Folha de São Paulo, caderno +Mais!, domingo, 27 de febrero de 2000.
Presentado originalmente como conferencia en el ciclo “Cotidiano/Arte: O Consumo”, del Centro Cultural Itaú, en San Pablo, enero de 2000.
Traducido por Cecilia Diaz Isenrath
Imágenes extraídas de The crossing, 1996, de Bill Viola.
NT (traducción): Deleuze, Gilles. “Posdata sobre las sociedades de control”, en Christian Ferrer (Comp.), El lenguaje libertario: antología del pensamiento anarquista contemporáneo, La Plata, Terramar, 2005, p. 119.

Este artículo también está disponible en: Português (Portugués, Brasil)

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