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En el futuro, si lo hubiera, los seres inteligentes que por ventura habiten el mundo tal vez consideren que, en el transcurso del siglo XX, la especie humana haya alcanzado un límite en su línea de evolución. No porque hubiera realizado plenamente todo el potencial de lo humano y, agotándolo, se sintiera lista para una mutación, sino porque, paradójicamente, parece haber vuelto sus fuerzas más poderosas hacia la negación de sí misma. La humanidad alcanzó un límite cuando, al fabricar la bomba atómica y explotarla en Hiroshima, en 1945, inauguró por primera vez en la historia del mundo la posibilidad de que una especie se extinga deliberadamente, por medio del holocausto nuclear. El límite fue superado porque, como observa Elias Canetti, hasta entonces, individual o colectiva, la muerte de los hombres jamás significó la muerte de todos los hombres. Con la bomba, lo inconcebible se tornó factible. Por supuesto el exterminio de la especie humana no fue deseado y conscientemente buscado por todos aquellos que, a lo largo del tiempo, contribuyeron al advenimiento del arma nuclear – tal posibilidad más parece configurarse como un imprevisible “efecto colateral”. Pero eso no disminuye la responsabilidad de los hombres ni atenúa la irreversibilidad de la situación creada, que, para decir lo mínimo, pasó a proyectar una sombra sobre el término “sapiens”, de la expresión Homo sapiens. El holocausto nuclear sería por tanto el horizonte negativo de la especie humana, diseñado desde que ella desintegró el núcleo de la materia. Desde la perspectiva instaurada sobreviven todos o nadie; así, la continuidad de la especie depende de una amenaza de muerte que, a pesar de ser producida por los hombres, parece cernirse sobre ellos.

Como si no bastara, a partir de la década de 80, la fisión nuclear vino a sumarse a la decodificación de la vida por la genética. Y aquí, nuevamente, el límite de la especie es puesto a prueba, una vez que el desciframiento y la manipulación del código genético abren teóricamente la posibilidad de que el hombre conquiste la naturaleza humana y, a partir de ella, abra una segunda línea de evolución, constituyendo otra humanidad. Lo interesante es que, esta vez, la negación de la especie se daría no por medio de la extinción, sino de su superación. Tal hipótesis, considerada por muchos absurda y fantasiosa, vino sin embargo siendo encarada con seriedad creciente por los especialistas que acompañan los descubrimientos en el campo de las llamadas “ciencias de la vida” y los discursos por medio de los cuales la tecnociencia ha procurado legitimar sus pretensiones y prácticas. En efecto, la cuestión de una poshumanidad está dejando de ser objeto de especulaciones de la ficción científica para ser estudiada por artistas y científicos, naturales y sociales. Lee M. Silver, en “Remaking Eden” (Ed. Avon), anticipa “lo que está por venir”, considerando la existencia de dos clases fundamentales: los Naturales, que continuarían existiendo de acuerdo a las leyes de la evolución natural de la especie y formarían la masa trabajadora; y los GenRich, una nueva clase hereditaria de aristócratas genéticos portadores de genes sintéticos.

¿Debemos aceptar los criterios sociotécnicos que van separando a la especie en dos… hasta que la relación entre los GenRich y los Naturales configure entre ellos una distancia semejante a aquella que separa a los hombres de los chimpancés? A tal pregunta Heiner Müller respondería enfatizando la necesidad de una nueva consciencia de la especie – como si fuera preciso desreprimir el hecho de que “la pérdida de esa consciencia fue el precio pagado para salir del reino animal”; pero, por otro lado, como si la preservación de la especie estuviera exigiendo una comprensión innovadora y amplísima de lo humano.

Publicado in
Folha de São Paulo, Caderno +mais!, domingo, 31 de diciembre de 2000.
Traducido por Cecilia Diaz Isenrath

Este artículo también está disponible en: Português (Portugués, Brasil)

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